miércoles, 16 de mayo de 2012

Croniquita excedida de peso, pasen y vean

Sin aventura cuena la historia de un viaje soñado que se concreta como una sucesión de encuentros. Desde La Plata hasta el Cusco, Eduardo Médici va pasando de la patria de lo desconocido al territori de la otredad, dejando al desnudo el amor contradictorio y apasionado que -siendo un hijo de la ciudad- lo une con la Pacha Mama.
Entretejida, una mujer aporta su frescura. Su presencia abre puertas y brinda la sensibilidad para gustar la tierra, oler su temperatura y contemplar los colores de sus paisanos.
Sin hacer antropología ni puritanismo étnico, el autor ha logrado transformar un relato autobiográfico en una historia donde caben otras mil: las de aquellos "de rostros atacados por el viento y por el sol", que "emanan el hedor de América", que son los "únicos trabajadores" en la tierra que los parió, y que todos los días se llena de turistas extranjeros que avivan sus resistencias y dejan algunos dólares.
En este libro, los protagonistas van buscando algo que no alcanzan, y sin embargo encuentran lo que no fueron a buscar. Es un relato, Sin aventura, de turistas, por ventura para los caminantes.

Germán Cornejo

Sin aventura se consigue en:
Ediciones Al Margen, Calle 16 número 553, casi esquina 43, La Plata.
Rayuela Libros, en Plaza Italia.
Librería Cronos, Calle 6 entre 48 y 49, Nº 830.
Librería Atenea, Calle 49 Nº 467.
Librería Lieggi, Calle 48 Nº 556.
Librería Capítulo II, Calle 6 Nº 768.

martes, 8 de febrero de 2011

Un lugar que no se puede revelar, por Duar

Se dio cuenta de que sudaba cuando le estrechó la mano. Percibió sus nervios: las comisuras tensas, los ojos inquietos, las dudas al hablar. Intentó tranquilizarlo, vengo en paz, le dijo, y le dio una palmada. En ese momento reencontraron las miradas, pero la desconfianza persistió. Se sentaron enfrentados y compartieron unas ideas -habló; hizo esa concesión y fue inútil-, mientras se disparaban flashes que las personas que iban y venían por la vereda nunca notaban. A poco de concluir ese cruce de monólogos, encontró el origen de la turbación: un tercer hombre que, apoyado en el marco de la puerta, contaba billetes y les clavaba una pesada mirada por encima de los anteojos.

viernes, 14 de enero de 2011

Tres de Febrero

Voy a dar cauce a una verdad que he callado, a una parte de mi relato, esencial, que me guardé a favor de la supervivencia. Lo hago ahora, que es inútil. Lo cuento desde el más completo anonimato. Éramos cinco que viajábamos a ese lugar de la ciudad que sólo viene a la memoria para aterrorizar. Al olvido, viajábamos, pero no a narrar el terror que los que allí sufren, porque en el olvido vive gente. Subimos los cinco en un transporte y nos custodiaron durante el trayecto no menos de diez. Avanzaron al frente y cubrieron nuestra retaguardia como si entráramos a la guerra. Nos recibió, llaves en mano, el embajador: la camisa empapada en sudor, el peinado descuidadamente casual, la sonrisa blanca como allí no se consigue. Caminó pretendiendo conocer las huellas, saludó a la gente que él mismo había apostado en las escaleras, mostró los murales de la esperanza que eran pura ilusión, mintió, mintió hasta que nada quedó. Pero desde lo alto de una torre, tronó la verdad: Vengan a ver cómo vivimos, cantó, rompan el cerco y la fachada y no teman, invitó. La verdad vestía harapos y a la verdad le faltaban muchos dientes. Los cinco encontramos nuestras miradas y resolvimos no aceptar el convite. Pasamos. Nosotros, los que debemos ver para contar, no nos acercamos. Y en lugar de correr un velo, dejamos que se revelase una verdad acerca de nosotros.

jueves, 27 de mayo de 2010

Embarcación, por Duar

Un día voy a contarles cómo fue que, una tarde de calor, con nueve añitos de edad y trepando por las barandas de la glorieta que hay o había en la plaza de Embarcación, Salta, a donde no he vuelto desde entonces, se me ocurrió que tal vez hacerme un moretón en la frente podía ser una buena idea y me decidí a cabecear el primer vértice que encontrara, con tanta mala suerte que terminé abriéndome la frente, ligando siete puntos de sutura, asustando a padres y abuelos y, lo más importante, despertando de la siesta al Doctor Velázquez que, miren si habrá sido bueno, me perdonó a cambio de que le comprara ciertos caramelos de frutilla o cereza a los que era especialmente afecto.

viernes, 21 de mayo de 2010

Sarandí, por Germán

Semáforo rojo en la esquina. Adelante, un auto nuevo recién lavado. Atrás, un camión brasileño ansioso por usarme de alfombra. Semáforo amarillo y verde. Avanzamos.
Al cruzar la trasversal comienza un cantero de cemento que separa mano y contramano. Mediacurva a la derecha y en el cantero ensanchado, las columnas. Por arriba, el viaducto de Sarandí sostiene el paso ruidoso de un tren rápido a La Plata. Y atravesando la curva y contracurva que da derecho al acceso sudeste, un cartel amarillo contrasta el gris terroso y el marrón renegrido del paisaje.
"Ayres de campo", reza el cartel. Si me lo contaran -conociendo el lugar- pensaría que se trata de una broma. Pero no, así es. Intrigado por su oferta detengo la marcha y estaciono en la esquina. Cuando abro la puerta del auto siento que la pestilencia misma invade mi nariz y se apodera súbitamente de mi respiración. En vivo y en directo, un primer plano del arroyo que hace llegar su inmundicia aún hasta los autos que pasan por la autopista Buenos Aires-La Plata a toda velocidad. Pero la curiosidad que me despierta el cartel puede más. Me pongo y bajo.
Ayres de campo es un pequeño local de embutidos y productos regionales. Su puerta parece el pasaporte a otra dimensión. Una vez adentro, la dueña me da la bienvenida.

- "¿A cuánto están los salamines?" -pregunto.
- "Tenés esta promoción, que incluye una sopresatta" -responde.

No sabía de qué me estaba hablando. Así que confesé mi ignoracia, y su respuesta fue la mejor. Zigzagueando desde atrás del mostrador con un cuchillo, se acercó a la ristra y cortó el último embutido. Sobre la mesa le sacó el hilo, lo peló por completo y, después de hacer varias rodajas, extendió la tablita y me convidó.
"Es una variedad del sur de Italia, lleva pimienta roja", completó. Su gesto sació mi apetito y me convenció. Terminé por comprar el combo.
Me fui satisfecho y contento, masticando la sopresatta como si fuera un antídoto para salir. Creo que aún no salgo del asombro de cómo en un lugar tan apestoso pude encontrar un localcito tan agradable y bien puesto. Quizás me haya conquistado la sorpresa, o el contraste de "ayres". Al fin y al cabo, dicen que nosotros, los posmodernos, así es como más nos deleitamos.

jueves, 4 de marzo de 2010

Buenos Aires, por Duar

En el fondo de un aséptico bar de renombre multinacional, un hombre compra almas.
Otros tres se dirigen a su encuentro, obnubilados –para qué negarlo– por esta pequeña Nueva York enclavada en la gran Buenos Aires. Envuelto en vahos de exóticos cafés traídos de todas partes del mundo y las impregnantes miasmas que desprenden hombres aborrecibles, el colector de almas hace una propuesta tan obscena como imposible de rechazar.
Uno de los visitantes no puede con su asco. Se echa atrás y, aturdido, busca los ojos de alguno sus cófrades para que lo sostengan. No los halla. Lo esquivan.
Han sido cooptados y lo acusan con la mirada: ¿qué es eso de querer cambiar el mundo –parecen inquirir– justo cuando comienza a abrirnos las puertas?

lunes, 1 de marzo de 2010

Purmamarca II, por Duar.

Los Viajeros se atreven a los juegos del carnaval. Animados por la cerveza, el calor y la invitación de unos changuitos que les arrojan harina, se hacen de una espuma por unos pesos y se lanzan a la acción. En pocos segundos se desata en derredor suyo una batalla campal: no menos de seis se les vienen encima e intentan desarmarlos por las malas; les es arrojada nieve, talco, papel picado y algún que otro golpe desde todos los flancos. Aturdidos, buscan con la mirada la ayuda de algún padre celoso que colabore. Nada encuentran: todo el pueblo está entregado a la cumbia y a la cerveza, a la fiesta en la calle. Los rostros, desencajados por la chicha e igualados por la harina, se esconden detrás de máscaras, banderas y estandartes. Los Viajeros están por las suyas. Intentan negociar un armisticio mediante la entrega de su única arma, pero los beligerantes no se conforman. Deben emprender la retirada, silenciosos y cabizbajos entre empujones y risas burlonas.

En ese instante el Viajero fuerza una sonrisa y comienza a saborear algunas ideas que masticará por días.